No le quedaba todo el tabaco que
la necesidad le incitaba a fumarse. Si hubiera dormido solamente un par de
horas, ahora mismo podría saciarse con 4 cigarrillos, según consiguió calcular.
Pero no le apeteció cerrar los ojos en ningún instante de aquella larga noche.
Recostada sobre su chaise longe en la sala de estar frente a la puerta de
entrada en mitad de la oscura penumbra, cualquiera diría que esperaba a su
víctima con ansiedad. Aunque bien pensado, era justo lo que había estado
haciendo. Temía que en cualquier abrir y cerrar de ojos Trévor llegara a casa y
no pudiera recibirle como deseaba. La culpabilidad se adueñaba de cada poro de
su piel, y aun a distancia se la transmitía a él. Pero no podía evitarlo. Ojalá
pudiera.
Su ánimo era una balanza que solía
inclinarse por el lado opuesto al que debería. Cuanto más se inclinaba hacia
ese lado, más necesidad sentía de solucionar algo que hace tiempo
estaba quebrantado. Y ese sentimiento le empujaba a sentir sus uñas clavadas en
las palmas de las manos. Trévor no había vuelto. Ni volvería. Era tanto peso en
la balanza que había caído sobre él y le impedía levantarse. Le salía más
rentable desaparecer con lo puesto.
Cuando Ágata escapaba hacia el
consuelo de Marcos, su marido le devolvía la estacada la noche posterior
dejándola igual de sola que él había estado. Sólo una noche. La diferencia era
que él sabía con quién se refugiaba su esposa, y ella en cambio desconocía a
las acompañantes de su marido. Pero ya eran varias noches las que abrían
distancia entre ambos. No lograba detectar el olor de Trévor en ningún rincón
de la casa. Posiblemente se habría escondido, o quizá se hubiera ido con él.
La única
certeza que había quedado sentenciada era que a las 7.22 de la mañana no iría a
cenar. Así que lo mejor sería que se preparara un café y se fuera a trabajar.
Tenía clientes a los que guiar por esa enorme ciudad que tan pequeña le hacía
sentir.
Lo único
positivo de esta complicada semana era que la había tenido libre. Llevaba
tiempo esperando sus más que merecidas vacaciones. Lo que no esperaba es que no
fuera a encontrar en ellas ni una pizca de tranquilidad, paz y seguridad.
Trévor y ella no habían planeado ningún viaje, a pesar de que estando juntos
siempre fue una de sus mayores pasiones, pero al menos confiaba en poder tener
unos días agradables junto a él. En casa. Su preciada casa.
Decidieron
instalarse en una zona tranquila y poco transitable, pero no tan poco
transitable como las afueras de la ciudad. Tuvieron la suerte de encontrar la
casa perfecta, construida en 1924 y restaurada en 2009, en pleno centro, en una
urbanización de pisos agradable y respetada, donde el único chalet era el suyo.
Por lo tanto, todo el vecindario sabía quiénes eran, pero no tenían ni idea de
por lo que estaban pasando.
No había
piscina. Lo normal en estos casos es que la tuviera, pero en su época se
construyó sin ella, los antiguos dueños no la necesitaban y Ágata y Trévor no
la querían. Sin embargo, el jardín era un paraíso sin flores. Ágata nunca
sintió pasión por las flores. El hecho de que un hombre le entregara un ramo o
una simple flor, lo interpretaba como un símbolo de fragilidad, manipulación e
inferioridad, una simple belleza que se pudre con el tiempo sin nada más
admirable que el bonito exterior. Le sentaba como un insulto, le hacían
sentirse insignificante, y que las demás mujeres perdieran los papeles por unas
estúpidas flores le producía vergüenza ajena.
El
jardín era una morada de árboles. En ellos residía la verdadera grandeza y
resistencia de la vida según Ágata. La puerta principal de la parcela y la
puerta de entrada de la casa, estaban comunicadas por un largo camino de
tierra, ligeramente curvado en algunos tramos. A ambos lados del camino, sólo
sauces llorones. El día que Ágata vio que esa clase de árboles formarían parte
importante de su hogar, no se paró a pensar ni siquiera por un instante que con
el tiempo tendrían mucho en común con ella. Los adoraba. En esas noches o días
que la soledad de las habitaciones la asfixiaba, salía a pasear entre los sauces
y sentía la frescura y seguridad que le transmitían acariciándole la piel con
sus ramas y hojas de terciopelo.
Como una
princesa de un cuento cualquiera, así se supone que debería sentirse, según
Trévor. Al menos, el diseño de la casa y el bosque que la rodeaba, separado con
ese camino de tierra, daba perfectamente esa impresión. Pero ahora era
consciente de que un castillo, doce sauces llorones y un hombre que no cumple
lo que prometió no te convierte en princesa. Y para ser sinceros, ella nunca
pretendió serlo. A las princesas les gustan las flores.
Debió de
tomarse el café sin darse cuenta, pues la taza de repente se quedó vacía. Se
vistió como una guía turística animada y segura de sí misma que se suponía que
era, se maquilló lo suficiente para aparentar
que dormía todas las noches con su marido, conformes con su feliz matrimonio en
la casa perfecta, como las princesas que cultivan petunias en su jardín, y
volvió a su trabajo de recorrer las calles con extranjeros que no conocía.
Me ha gustado mucho este segundo capítulo Estelle! Me quedo con ganas de más... Sigue escribiendo guapiii!!!!! Te está quedando un relato muy interesante :)
ResponderEliminarBesiiiis.
Qué bien escribes...me encanta!! te sigo a todos tus blogs, porque me gustan muchísimo!! Por cierto, eres de una ciudad pequeña pero bonita! ;)
ResponderEliminarBss
http://losdesayunosdeami.blogspot.com.es/
Uff, Estelle, escribes genial!!!! Y o yo leo muy rápido o es muy corto, quiero más!!!! Espero que continues, guapa. Me ha encantado como has construido el personaje de Agata, como a pesar de la infidelidad ya siento que no debería sentir tanto peso de la culpa. Me dan ganas de cuidarla, de decirle que duerma y que descanse, que todo se arreglará.
ResponderEliminarUn beso gigante:-))))