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martes, 3 de abril de 2012

La chica de los puños cerrados. Capítulo 4.




Era consciente de que estaba haciendo la cena. No porque siguiera a rajatabla el paso del tiempo como cualquier otra persona, sino porque era de noche, la luz artificial alumbraba el exterior de la ventana, según el reloj de la cocina eran las 20:33, y además estaba cocinando. La costumbre había conseguido que obligatoriamente siguiera ciertas pautas diarias sin ni siquiera darse cuenta, a pesar de que su cabecita pensante no descansara nunca.

En 5 días se había duchado y bañado aproximadamente 20 veces, pero todavía conservaba inexplicablemente impregnado el tacto de Marcos en su piel, por no hablar del recuerdo de aquella absurda conversación que la dejó acorralada y sin palabras. 


La ropa la había donado. Era más práctico que quemarla, a pesar de poseer un hermoso jardín resguardado de las miradas de cualquier curioso. Aprovechaba el hecho de contar con una amiga que se dedicaba a donar prendas de ropa a los más necesitados cada 15 días en sus jornadas de Help, juguetes en épocas festivas como Navidad a niños cuyos padres prescindían de recursos para ello, y comida para alguna reunión “especial”. Bueno, en su día fueron amigas, en la universidad. A día de hoy eran simples conocidas que se hacían y devolvían favores de vez en cuando. Ágata no podía permitirse a estas alturas tener amigas. Una amiga comprende y escucha, entre otras muchas cosas. Y ella daba por sentado que nadie la comprendería, aunque se molestara en escucharla. Se había acostumbrado a la soledad de un matrimonio desencajado y no era tan cruel como temía. Lo hecho, hecho estaba. Ya se compraría otro vestido de Chanel cuando se sintiera con fuerzas para salir de casa. El dinero no era un problema para ella. Y ya se había convertido en costumbre donarle algún vestido de marca prácticamente nuevo cada varias semanas aproximadamente. Su amiga no preguntaba, ella no tenía que dar explicaciones y además ayudaba a la causa. Era perfecto.

Trévor en un principio encontraba extraño que hubiera menos ropa en el vestidor de su mujer que la cantidad aproximada de prendas que recordaba haber comprado. Con el tiempo, las disputas, los celos, los gritos y las huídas de Ágata, empezó a asociarlo todo. Acarició para sí mismo la idea de contratar a un detective que la siguiera y así terminar con la tortura de sus dudas y suposiciones. Él mismo no había desarrollado las agallas suficientes para perseguirla hasta dar con la respuesta. De momento. Pero al fin y al cabo, era más feliz sin saber y dejándola marchar donde quiera que fuera. Pero que volviera. Hasta hoy había vuelto, siempre visiblemente desfogada y ensimismada, pero había vuelto.

Había cocinado arroz tres delicias suficiente para dos personas y filetes rusos con puré de patata para terminar de llenar el estómago. El postre surgiría sobre la marcha. O al menos así lo esperaba. Aunque también era muy probable que tuviera que tirar a la basura la mitad y comerse ella sola la parte que le correspondía. Trévor solía no presentarse en casa durante un día entero. A veces la avisaba dejando un mensaje en el contestador. A veces ella lo escuchaba. A veces prefería no molestarse y dejarse guiar por la sorpresa de si aparecía para cenar o no daba señales de vida. Otras veces Trévor juraba haberla avisado antes de ir al trabajo y darle un beso. Si eso era cierto, ella no lo recordaba. Y tampoco le apetecía mucho caminar hacia el contestador para revisar los mensajes. La culpa siempre caía sobre el largo pasillo que separaba la cocina del salón, y sobre el empeño de Trévor para comprar una casa que dejara relucir el poder adquisitivo que les permitía tenerla. Unos grandes ventanales en todas las dependencias de la casa excepto en el baño, para que la luz de la madrugada les permitiera verse mutuamente despertar. Culpaba algo tan material porque reconocer su indiferencia al respecto no le parecía apropiado.

Por tanto, esa noche también habría sorpresa.


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