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viernes, 19 de octubre de 2012

La noche sucks.

La noche sucks. 
Albuquerque también. 
Ciudad encerrada en la perdición y vecina de un desierto asesino.
Habitantes buscándose como bosques inseguros.


Y qué es esta delicia literaria creada por la mexicana Blanca Riestra sino un bosque. La novela bosque. Donde las vidas de los habitantes más pintorescos de esa localidad se rozan, se miran unas a otras, y sin embargo todas comparten la misma sensación frustrante: hay un sueño que aquí no puedo alcanzar. 

Un mendigo obsesionado con la parafernalia de este mundo, intentando constantemente justificarse mediante números garabateados en su cobijo, e insultando o saludando con cortesía a quien se cruce en su paso. Según le parezca.

Una adolescente rebelde en busca de su hermano, vivo o muerto, pero ante todo ilegalmente existente.

Un fugitivo en busca y captura en 3 estados diferentes por asesinar a un sheriff, viviendo como espía secreto de la vida de su exmujer y su hijo.

Dos gemelos quinceañeros y terroristas a favor del fin de un mundo putrefacto, cuyo sótano es su sede inquebrantable y el guardaespaldas de todo su arsenal de armas y corrupción.

El dueño de un bar que, lejos de ser estar orgulloso de ello, no ve la oportunidad de escapar de Albuquerque para triunfar en algo que no tenga nada que ver con borrachos colgados de la barra hasta la hora del cierre.

Y esto es sólo una pequeña parte de una serie de personajes que comparten lugar, y lo sufren. 

Descubrir por casualidad obras como ésta es de lo mejor que te puede pasar, y más teniendo en cuenta que de haber sido descubierta antes, tendría mayor reconocimiento y consideración en la literatura internacional.





"El alcohol se conjuga en todos los tiempos, a veces en el imperfecto". 



"El mundo mata. Qué tontería así dicha, pero es cierto". 



"Lo veo, pero a veces me parece que da igual verlo". 



"La suciedad es aquello de lo que el mundo está hecho". 



"La noche sucks".



jueves, 20 de septiembre de 2012

Tú, Dr Jekyll. Yo, Mr Hyde.

No voy a negar que yo también me dejé llevar por el ambiguo encanto de la psicología gracias a la gran película "El sexto sentido". Aunque no tanto por la oportunidad de tener como paciente a un niño que habla con espíritus. Mi curiosidad desembocó en los trastornos de la personalidad, pero no con un enfoque obsesivo. Mi lista de intereses es más bien variada.

De ahí que yo siempre pensara que la célebre novela de R.L. Stevenson "Dr. Jekyll y Mr. Hyde" narraba un claro caso de personalidad bipolar. Hasta que lo leí, y bueno, no era exactamente lo que yo me esperaba.

Lo peor que podéis hacer es preguntar a otras personas que hayan leído el libro en cuestión por sus impresiones. Yo me dejé guiar por el "Bueno, hay que tomárselo con calma" que me respondió mi amiga, y me lo leí en 3 días. Ya partía de la base de que Henry Jekyll y Edward Hyde eran la misma persona, pero me interesaba saber el cómo y el por qué, sobre todo lo último.


Determinar finalmente que una pócima creada por el doctor era la respuesta, me llevó a plantearme muchos interrogantes. Una pócima/jarabe/droga progresivamente adictiva y dominante que permita a nuestro otro yo exteriorizarse con una apariencia e identidad totalmente opuesta y diferente a la que nos acompañó desde nuestro nacimiento. Está bien, todo es ficción y no entraré en el debate de si podría ser posible en la actualidad gracias a los avances en ciencia y medicina, pero ¿y nuestro otro yo? ¿Una persona psicológicamente estable y sana puede esconder otro tipo de deseos e instintos más primitivos e irracionales inconscientemente? Desde luego que sí. Todos los tenemos.

Nacemos moralmente iguales. Nuestra personalidad, ideales, intereses y conductas se ven forjadas por nuestro entorno (léase ambiente residencial, familia, profesores, grupo de amigos...) y por las autoridades. Sí, eso he dicho, las autoridades. Leyes impuestas por altos cargos, leyes más justas que otras, y viceversa. Todo ese conjunto de acciones y condiciones que alguien en su momento hubo establecido como "esto es lo correcto" y "esto conlleva una pena y un castigo", nos privan y nos incitan a actuar. Nos educan a su manera, y de una forma totalmente impuesta y privatizante nos muestran el bien y el mal.

Por supuesto que el asesinato es un delito del que es injusto salir impune, y que el robo y cualquier otra negligencia contra los bienes y la propia persona afectada apuntan hacia el caos y el desorden, y que deben ser castigados con justicia (término que en la actualidad crea muchas confusiones). Son puntos intocables y nada cuestionables. Pero, ¿qué pasa con el instinto y el deseo, sobre todo el deseo reprimido, a actuar de una manera que legislativa y moralmente hablando es incorrecta? Ahí reside nuestro otro yo.



Un yo del que puedes sentirte orgulloso en el silencio, o avergonzado, en el silencio también. Lo preocupante llega cuando lo que deseas en tu interior te supera, te sobrepasa y, aquí ya da igual que las leyes impongan si es correcto o no, tú sabes que es humanamente retorcido. He aquí el otro yo del Doctor Jekyll, llamado Edward Hyde. Tomándose el brebaje, veía cómo su expresión facial se transformaba, cómo su cuerpo se retorcía, cómo sus huesos crujían, y cómo se convertía en otro ser totalmente distinto a él, con unos pensamientos y deseos lejanos a cualquier tipo de racionalidad. Un ser más bajito que él, como metáfora a la diminuta personalidad de la maldad.

Más allá del poder de la ciencia y de la ficción, una experiencia traumática es todo lo que necesitas para ver tu persona dividida en dos, hasta que una de ambas partes, la mala, predomine sobre la otra. No es ninguna novedad en los tiempos que corren, incluso más de una persona lo ha sufrido, y yo me incluyo. Un suceso inesperado que te marque de por vida modificará varios aspectos de tu conducta y tu personalidad, y será complicado, que no imposible, volver a ser como eras antes de esa experiencia. Las consecuencias de dicho cambio se clasifican en grados, al menos así lo veo yo. No todos los traumas te empujan a asesinar como lo hacía Mr. Hyde. De ser así, la especie humana se extinguiría.


¿Acaso creíais que el del Dr. Jekyll es el único caso que existe? Yo lo reconozco, yo tengo otro yo, pero no es del todo un Mr. Hyde deforme y sin escrúpulos. Es más bien una "Hard Candy", que de momento no ha desembocado en impulsos de actuar.


.Estelle.

viernes, 4 de mayo de 2012

La chica de los puños cerrados. Capítulo 5.


No le quedaba todo el tabaco que la necesidad le incitaba a fumarse. Si hubiera dormido solamente un par de horas, ahora mismo podría saciarse con 4 cigarrillos, según consiguió calcular. Pero no le apeteció cerrar los ojos en ningún instante de aquella larga noche. 


Recostada sobre su chaise longe en la sala de estar frente a la puerta de entrada en mitad de la oscura penumbra, cualquiera diría que esperaba a su víctima con ansiedad. Aunque bien pensado, era justo lo que había estado haciendo. Temía que en cualquier abrir y cerrar de ojos Trévor llegara a casa y no pudiera recibirle como deseaba. La culpabilidad se adueñaba de cada poro de su piel, y aun a distancia se la transmitía a él. Pero no podía evitarlo. Ojalá pudiera.

Su ánimo era una balanza que solía inclinarse por el lado opuesto al que debería. Cuanto más se inclinaba hacia ese lado, más necesidad sentía de solucionar algo que hace tiempo estaba quebrantado. Y ese sentimiento le empujaba a sentir sus uñas clavadas en las palmas de las manos. Trévor no había vuelto. Ni volvería. Era tanto peso en la balanza que había caído sobre él y le impedía levantarse. Le salía más rentable desaparecer con lo puesto.

Cuando Ágata escapaba hacia el consuelo de Marcos, su marido le devolvía la estacada la noche posterior dejándola igual de sola que él había estado. Sólo una noche. La diferencia era que él sabía con quién se refugiaba su esposa, y ella en cambio desconocía a las acompañantes de su marido. Pero ya eran varias noches las que abrían distancia entre ambos. No lograba detectar el olor de Trévor en ningún rincón de la casa. Posiblemente se habría escondido, o quizá se hubiera ido con él.
La única certeza que había quedado sentenciada era que a las 7.22 de la mañana no iría a cenar. Así que lo mejor sería que se preparara un café y se fuera a trabajar. Tenía clientes a los que guiar por esa enorme ciudad que tan pequeña le hacía sentir.

Lo único positivo de esta complicada semana era que la había tenido libre. Llevaba tiempo esperando sus más que merecidas vacaciones. Lo que no esperaba es que no fuera a encontrar en ellas ni una pizca de tranquilidad, paz y seguridad. Trévor y ella no habían planeado ningún viaje, a pesar de que estando juntos siempre fue una de sus mayores pasiones, pero al menos confiaba en poder tener unos días agradables junto a él. En casa. Su preciada casa.

Decidieron instalarse en una zona tranquila y poco transitable, pero no tan poco transitable como las afueras de la ciudad. Tuvieron la suerte de encontrar la casa perfecta, construida en 1924 y restaurada en 2009, en pleno centro, en una urbanización de pisos agradable y respetada, donde el único chalet era el suyo. Por lo tanto, todo el vecindario sabía quiénes eran, pero no tenían ni idea de por lo que estaban pasando.
No había piscina. Lo normal en estos casos es que la tuviera, pero en su época se construyó sin ella, los antiguos dueños no la necesitaban y Ágata y Trévor no la querían. Sin embargo, el jardín era un paraíso sin flores. Ágata nunca sintió pasión por las flores. El hecho de que un hombre le entregara un ramo o una simple flor, lo interpretaba como un símbolo de fragilidad, manipulación e inferioridad, una simple belleza que se pudre con el tiempo sin nada más admirable que el bonito exterior. Le sentaba como un insulto, le hacían sentirse insignificante, y que las demás mujeres perdieran los papeles por unas estúpidas flores le producía vergüenza ajena.

El jardín era una morada de árboles. En ellos residía la verdadera grandeza y resistencia de la vida según Ágata. La puerta principal de la parcela y la puerta de entrada de la casa, estaban comunicadas por un largo camino de tierra, ligeramente curvado en algunos tramos. A ambos lados del camino, sólo sauces llorones. El día que Ágata vio que esa clase de árboles formarían parte importante de su hogar, no se paró a pensar ni siquiera por un instante que con el tiempo tendrían mucho en común con ella. Los adoraba. En esas noches o días que la soledad de las habitaciones la asfixiaba, salía a pasear entre los sauces y sentía la frescura y seguridad que le transmitían acariciándole la piel con sus ramas y hojas de terciopelo.
Como una princesa de un cuento cualquiera, así se supone que debería sentirse, según Trévor. Al menos, el diseño de la casa y el bosque que la rodeaba, separado con ese camino de tierra, daba perfectamente esa impresión. Pero ahora era consciente de que un castillo, doce sauces llorones y un hombre que no cumple lo que prometió no te convierte en princesa. Y para ser sinceros, ella nunca pretendió serlo. A las princesas les gustan las flores.

Debió de tomarse el café sin darse cuenta, pues la taza de repente se quedó vacía. Se vistió como una guía turística animada y segura de sí misma que se suponía que era,  se maquilló lo suficiente para aparentar que dormía todas las noches con su marido, conformes con su feliz matrimonio en la casa perfecta, como las princesas que cultivan petunias en su jardín, y volvió a su trabajo de recorrer las calles con extranjeros que no conocía.

martes, 3 de abril de 2012

La chica de los puños cerrados. Capítulo 4.




Era consciente de que estaba haciendo la cena. No porque siguiera a rajatabla el paso del tiempo como cualquier otra persona, sino porque era de noche, la luz artificial alumbraba el exterior de la ventana, según el reloj de la cocina eran las 20:33, y además estaba cocinando. La costumbre había conseguido que obligatoriamente siguiera ciertas pautas diarias sin ni siquiera darse cuenta, a pesar de que su cabecita pensante no descansara nunca.

En 5 días se había duchado y bañado aproximadamente 20 veces, pero todavía conservaba inexplicablemente impregnado el tacto de Marcos en su piel, por no hablar del recuerdo de aquella absurda conversación que la dejó acorralada y sin palabras. 


La ropa la había donado. Era más práctico que quemarla, a pesar de poseer un hermoso jardín resguardado de las miradas de cualquier curioso. Aprovechaba el hecho de contar con una amiga que se dedicaba a donar prendas de ropa a los más necesitados cada 15 días en sus jornadas de Help, juguetes en épocas festivas como Navidad a niños cuyos padres prescindían de recursos para ello, y comida para alguna reunión “especial”. Bueno, en su día fueron amigas, en la universidad. A día de hoy eran simples conocidas que se hacían y devolvían favores de vez en cuando. Ágata no podía permitirse a estas alturas tener amigas. Una amiga comprende y escucha, entre otras muchas cosas. Y ella daba por sentado que nadie la comprendería, aunque se molestara en escucharla. Se había acostumbrado a la soledad de un matrimonio desencajado y no era tan cruel como temía. Lo hecho, hecho estaba. Ya se compraría otro vestido de Chanel cuando se sintiera con fuerzas para salir de casa. El dinero no era un problema para ella. Y ya se había convertido en costumbre donarle algún vestido de marca prácticamente nuevo cada varias semanas aproximadamente. Su amiga no preguntaba, ella no tenía que dar explicaciones y además ayudaba a la causa. Era perfecto.

Trévor en un principio encontraba extraño que hubiera menos ropa en el vestidor de su mujer que la cantidad aproximada de prendas que recordaba haber comprado. Con el tiempo, las disputas, los celos, los gritos y las huídas de Ágata, empezó a asociarlo todo. Acarició para sí mismo la idea de contratar a un detective que la siguiera y así terminar con la tortura de sus dudas y suposiciones. Él mismo no había desarrollado las agallas suficientes para perseguirla hasta dar con la respuesta. De momento. Pero al fin y al cabo, era más feliz sin saber y dejándola marchar donde quiera que fuera. Pero que volviera. Hasta hoy había vuelto, siempre visiblemente desfogada y ensimismada, pero había vuelto.

Había cocinado arroz tres delicias suficiente para dos personas y filetes rusos con puré de patata para terminar de llenar el estómago. El postre surgiría sobre la marcha. O al menos así lo esperaba. Aunque también era muy probable que tuviera que tirar a la basura la mitad y comerse ella sola la parte que le correspondía. Trévor solía no presentarse en casa durante un día entero. A veces la avisaba dejando un mensaje en el contestador. A veces ella lo escuchaba. A veces prefería no molestarse y dejarse guiar por la sorpresa de si aparecía para cenar o no daba señales de vida. Otras veces Trévor juraba haberla avisado antes de ir al trabajo y darle un beso. Si eso era cierto, ella no lo recordaba. Y tampoco le apetecía mucho caminar hacia el contestador para revisar los mensajes. La culpa siempre caía sobre el largo pasillo que separaba la cocina del salón, y sobre el empeño de Trévor para comprar una casa que dejara relucir el poder adquisitivo que les permitía tenerla. Unos grandes ventanales en todas las dependencias de la casa excepto en el baño, para que la luz de la madrugada les permitiera verse mutuamente despertar. Culpaba algo tan material porque reconocer su indiferencia al respecto no le parecía apropiado.

Por tanto, esa noche también habría sorpresa.


lunes, 26 de marzo de 2012

La chica de los puños cerrados. Capítulo 3.


Le gustaba más el Marcos dormido que el despierto. En realidad ella se había acostumbrado desde hacía años a no dormir. No recordaba muy bien la sensación de tener sueño. Al principio le parecía una ventaja envidiable, pero ahora le parecía patético, sobre todo cuando se miraba la cara al espejo. 


Su silueta de sirena era un orgullo para ella a sus 39 años, pero las bolsas que colgaban bajo sus ojos no engañaban a nadie, a pesar de las buenas sensaciones que pretendía causar con sus tacones de Dior y sus vestidos de Chanel. Ella era una más de las que comían de las apariencias.  
Si había que aparentar ser feliz, lo podía aparentar regalando sonrisas mientras cogía a Trévor del brazo. Pero eso era algo que tarde o temprano explotaba. Era como una obra de teatro interpretada por dos ex amantes, cuyos papeles son de amantes de verdad. Puedes engañar al público haciéndoles pensar que el dolor o amor que transmite tu personaje es parte del papel, pero por dentro no es tu papel lo que transmites.


Por eso, cada vez que huía al viejo piso de Marcos se hacía la dormida, o incluso a veces conciliaba el sueño durante unas cuatro horas, pero siempre se quedaba observándole dormir, soñar, descansar, hasta que se iba antes de que él pudiera despertar. No le parecía honesto, pero sí justo. En la misma cama que 25 años atrás se entregaron el uno al otro. Él con la misma oscuridad en su pelo, el mismo color caramelo de su piel, aunque en músculos más desarrollados, y ojos de un color que sólo poseía él. Ni verdes, ni azules, ni castaños. Una mezcla de éstos que recordaba al agua del estanque donde solía bañarse de pequeña. La calma y el brillo de aquellas aguas le transmitían paz. La misma paz que sintió al mirar a Marcos a los ojos por primera vez.


Ella en cambio no era la misma chica que él conoció, ni por dentro ni por fuera. Sin embargo, nunca dejó de amarla. Su pelo ya no era como la pimienta, sino más bien como la piel de una gitana. Sus ojos un día fueron de un color miel que endulzaba, y ahora simplemente no tenían color. Eran como musarañas. Totalmente apagados. Y su piel igual de pálida. Eso fue lo único que no cambió.
Al acariciarle el pelo mientras seguía profundamente dormido, se preguntaba riéndose al mismo tiempo quién les habría dicho que el futuro les depararía esta historia. Por un momento se sintió afortunada. Pero solo por un momento.
Vio que eran casi las 8 de la mañana y se apresuró a vestirse con cuidado, sin interrumpir el silencio que embalsamaba la habitación. No se molestó en maquillarse. En cuanto llegara a casa, rompería a llorar otra vez.




sábado, 17 de marzo de 2012

La chica de los puños cerrados. Capítulo 2.


-¿Qué va a pasar ahora, Marcos?-, preguntó Ágata temiendo la respuesta, mientras tapaba con las sábanas lo que él llevaba años viendo.


-Siempre haces la misma pregunta y al final nunca pasa nada. De hecho, siempre pasa lo mismo-. Su voz sonaba algo agotada. Pero podía verse en sus ojos vidriosos al contemplarla que no era culpa de ella. El pelo negro enmarañado de Marcos transportaba a Ágata al pasado, y eso apenas le agradaba.
-Pero esta vez va en serio-. Ella le devolvió la mirada, también vidriosa, además de acuosa.
-Estoy harto de oír eso. Siempre va en serio y nunca pasa nada.
-No te enfades.
-No me enfado. Tampoco serviría de nada. Duraría escasos minutos.- Apartó los ojos sobre ella para desviarlos hacia la lucha entre el cristal de la ventana y los golpes de la lluvia.
-Tienes todo el derecho del mundo a enfadarte durante más tiempo. Lo merezco.- El tono de su voz aportaba sinceridad, y ambos lo sabían.
-Desde luego que tengo derecho, pero no valor. Te quiero demasiado para permitirme el tener miedo a perderte si me enfado-. La lluvia seguía cayendo cual banda sonora.
-Ya me perdiste hace años. ¿Recuerdas?
-Pero tú sigues viniendo. ¿Recuerdas?- Volvió a clavarle la mirada esperando una respuesta más que obvia. Tan obvia que se hizo el silencio. Incluso la lluvia calló. -¿Qué excusa has dado a tu marido esta vez?-
-No he necesitado una excusa. La verdad es que últimamente no las necesito.
-No claro. Ahora tienes motivos para irte, lo cual es mejor para ti.- Le apartaba un mechón pegado a la cara por el llanto. Era más bonita cuando lloraba.


-¿Lo mejor para mí? En tal caso LO MEJOR PARA TI. No niegues que te ríes por dentro cada vez que te llamo, porque sabes que cuando lo hago es porque sufro. Por Trévor.- Se sentía demasiado ofendida para continuar compartiendo cama. Se levantó alborotada frente a él, sin sábana que la tapara.
-Sufres porque te encanta. No sacaré a relucir el tema del divorcio una vez más. Ya has demostrado que de ser así, terminaría todo esto. Y no es lo que quieres. ¿Me equivoco?
-¿El divorcio o seguir viéndote?- Ella sabía que ambas cosas eran lo mismo, pero había que ganar terreno. Se sentía acorralada. Se sentía así cuando la verdad le dolía y se metía de por medio, dejándola indefensa.
-¿Hay alguna diferencia?- Cogió uno de los cigarros de Ágata y lo encendió. La conversación se estaba poniendo interesante. Le gustaba verla así. Sin saber qué decir. Sin nada que le tapase.
-Ya sabes qué diferencia hay-. Mintió a la defensiva.
-Exacto. No la hay. Si te divorcias de Trévor, te separas de mí. Nunca lo entenderé, pero es así.
Silencio. Sábanas arrugadas. Cuatro paredes sordomudas. Lágrimas en el cristal. Penumbra. Y una noche muy larga. Pero el frío no cesaba.



sábado, 10 de marzo de 2012

La chica de los puños cerrados. Capítulo 1.


Entre tanta gente, no era más que alguien en su propio mundo, una cabecita pensante deambulando entre ideas que no eran suyas y conversaciones que flotaban en ese frío de enero que no sentía. Miradas desconocidas chocaban contra su piel sin penetrarle totalmente. No importaba cómo se sintiera, si las lágrimas se mezclaban con la lluvia en el suelo o si de repente se perdiera. Lo importante era que no molestara a la prisa de ningún otro.


Su Winston apagado ya no la saciaba, pero ella seguía fumando. Su perfecto maquillaje en realidad ya no lo era. Tan sólo el magenta de sus labios, con el sabor reseco de aquellos besos amargos y aquellas palabras que, sin pensarlas, decían lo que pensaba. La matarían si salían, pero de lo contrario la ahogarían.
Cuánta mentira vestida con sonrisas, se decía. Calles, plazas, callejones, subsuelos abarrotados con el abrigo de la falsedad. Vidas siguiendo un curso no deseado, a la sombra de los sueños que absolutamente nadie se obligó a alcanzar. Ágata la realista se llamaba a sí misma.
Aquel que la amaba pero ella no quería, la esperaba al amparo de su elegante paraguas, junto a la calle que llevaba su nombre. Así la habían bautizado entre ellos. No le preocupaba que la descarga de aquellas nubes sobre sus rizos castaños y su abrigo de piel de animal desconocido pudiera no gustarle. Sabía con la certeza que brinda los años que la desearía todavía más. Esa certeza que nunca pudo permitirse con quien ella amaba de verdad.
Él le cerró su abrigo calado hasta las costuras. Siempre protegiéndola. Incluso cuando no merecía tal protección. Ella se dejó, cómo no, aunque su escote empapado no le desagradaba lo más mínimo. Cogió su mano, Ágata se dejó llevar por las mismas calles de siempre, las que nunca olvidará, esas que cada día que termina llorando añora visitar. Ninguna de esas calles jamás les escuchó hablar. Si se les pudiera interrogar, nunca identificarían sus voces. Ni siquiera el portal verde, como el paso del tiempo, que en su día fue un azul intenso. Cada azulejo descolchado era un testigo menos, cada escalón se ensordecía a sí mismo con el crujir de la madera, y la puerta ya tenía bastante con abrirles el camino a la perdición. Pero aun perdidos, era la única forma de encontrarse. Ni bien ni mal. Encontrarse existiendo.
Con él existía, pero con su verdadero amor se moría. Y en realidad no llegaba a distinguir qué sería peor. ¿Una existencia llena de intentos? ¿Una muerte lenta llena de amor? Pero ya se había acostumbrado al día a día del dulce dolor y a las escapadas como ésta, en busca de una pizca de salvación y amor del verdaderamente falso.
Ágata lo miró una vez dentro de aquella acogedora habitación, y entonces se dio cuenta de que era enero. Y sentía frío. Más frío que la noche en que todo terminó.