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viernes, 4 de mayo de 2012

La chica de los puños cerrados. Capítulo 5.


No le quedaba todo el tabaco que la necesidad le incitaba a fumarse. Si hubiera dormido solamente un par de horas, ahora mismo podría saciarse con 4 cigarrillos, según consiguió calcular. Pero no le apeteció cerrar los ojos en ningún instante de aquella larga noche. 


Recostada sobre su chaise longe en la sala de estar frente a la puerta de entrada en mitad de la oscura penumbra, cualquiera diría que esperaba a su víctima con ansiedad. Aunque bien pensado, era justo lo que había estado haciendo. Temía que en cualquier abrir y cerrar de ojos Trévor llegara a casa y no pudiera recibirle como deseaba. La culpabilidad se adueñaba de cada poro de su piel, y aun a distancia se la transmitía a él. Pero no podía evitarlo. Ojalá pudiera.

Su ánimo era una balanza que solía inclinarse por el lado opuesto al que debería. Cuanto más se inclinaba hacia ese lado, más necesidad sentía de solucionar algo que hace tiempo estaba quebrantado. Y ese sentimiento le empujaba a sentir sus uñas clavadas en las palmas de las manos. Trévor no había vuelto. Ni volvería. Era tanto peso en la balanza que había caído sobre él y le impedía levantarse. Le salía más rentable desaparecer con lo puesto.

Cuando Ágata escapaba hacia el consuelo de Marcos, su marido le devolvía la estacada la noche posterior dejándola igual de sola que él había estado. Sólo una noche. La diferencia era que él sabía con quién se refugiaba su esposa, y ella en cambio desconocía a las acompañantes de su marido. Pero ya eran varias noches las que abrían distancia entre ambos. No lograba detectar el olor de Trévor en ningún rincón de la casa. Posiblemente se habría escondido, o quizá se hubiera ido con él.
La única certeza que había quedado sentenciada era que a las 7.22 de la mañana no iría a cenar. Así que lo mejor sería que se preparara un café y se fuera a trabajar. Tenía clientes a los que guiar por esa enorme ciudad que tan pequeña le hacía sentir.

Lo único positivo de esta complicada semana era que la había tenido libre. Llevaba tiempo esperando sus más que merecidas vacaciones. Lo que no esperaba es que no fuera a encontrar en ellas ni una pizca de tranquilidad, paz y seguridad. Trévor y ella no habían planeado ningún viaje, a pesar de que estando juntos siempre fue una de sus mayores pasiones, pero al menos confiaba en poder tener unos días agradables junto a él. En casa. Su preciada casa.

Decidieron instalarse en una zona tranquila y poco transitable, pero no tan poco transitable como las afueras de la ciudad. Tuvieron la suerte de encontrar la casa perfecta, construida en 1924 y restaurada en 2009, en pleno centro, en una urbanización de pisos agradable y respetada, donde el único chalet era el suyo. Por lo tanto, todo el vecindario sabía quiénes eran, pero no tenían ni idea de por lo que estaban pasando.
No había piscina. Lo normal en estos casos es que la tuviera, pero en su época se construyó sin ella, los antiguos dueños no la necesitaban y Ágata y Trévor no la querían. Sin embargo, el jardín era un paraíso sin flores. Ágata nunca sintió pasión por las flores. El hecho de que un hombre le entregara un ramo o una simple flor, lo interpretaba como un símbolo de fragilidad, manipulación e inferioridad, una simple belleza que se pudre con el tiempo sin nada más admirable que el bonito exterior. Le sentaba como un insulto, le hacían sentirse insignificante, y que las demás mujeres perdieran los papeles por unas estúpidas flores le producía vergüenza ajena.

El jardín era una morada de árboles. En ellos residía la verdadera grandeza y resistencia de la vida según Ágata. La puerta principal de la parcela y la puerta de entrada de la casa, estaban comunicadas por un largo camino de tierra, ligeramente curvado en algunos tramos. A ambos lados del camino, sólo sauces llorones. El día que Ágata vio que esa clase de árboles formarían parte importante de su hogar, no se paró a pensar ni siquiera por un instante que con el tiempo tendrían mucho en común con ella. Los adoraba. En esas noches o días que la soledad de las habitaciones la asfixiaba, salía a pasear entre los sauces y sentía la frescura y seguridad que le transmitían acariciándole la piel con sus ramas y hojas de terciopelo.
Como una princesa de un cuento cualquiera, así se supone que debería sentirse, según Trévor. Al menos, el diseño de la casa y el bosque que la rodeaba, separado con ese camino de tierra, daba perfectamente esa impresión. Pero ahora era consciente de que un castillo, doce sauces llorones y un hombre que no cumple lo que prometió no te convierte en princesa. Y para ser sinceros, ella nunca pretendió serlo. A las princesas les gustan las flores.

Debió de tomarse el café sin darse cuenta, pues la taza de repente se quedó vacía. Se vistió como una guía turística animada y segura de sí misma que se suponía que era,  se maquilló lo suficiente para aparentar que dormía todas las noches con su marido, conformes con su feliz matrimonio en la casa perfecta, como las princesas que cultivan petunias en su jardín, y volvió a su trabajo de recorrer las calles con extranjeros que no conocía.