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lunes, 26 de marzo de 2012

La chica de los puños cerrados. Capítulo 3.


Le gustaba más el Marcos dormido que el despierto. En realidad ella se había acostumbrado desde hacía años a no dormir. No recordaba muy bien la sensación de tener sueño. Al principio le parecía una ventaja envidiable, pero ahora le parecía patético, sobre todo cuando se miraba la cara al espejo. 


Su silueta de sirena era un orgullo para ella a sus 39 años, pero las bolsas que colgaban bajo sus ojos no engañaban a nadie, a pesar de las buenas sensaciones que pretendía causar con sus tacones de Dior y sus vestidos de Chanel. Ella era una más de las que comían de las apariencias.  
Si había que aparentar ser feliz, lo podía aparentar regalando sonrisas mientras cogía a Trévor del brazo. Pero eso era algo que tarde o temprano explotaba. Era como una obra de teatro interpretada por dos ex amantes, cuyos papeles son de amantes de verdad. Puedes engañar al público haciéndoles pensar que el dolor o amor que transmite tu personaje es parte del papel, pero por dentro no es tu papel lo que transmites.


Por eso, cada vez que huía al viejo piso de Marcos se hacía la dormida, o incluso a veces conciliaba el sueño durante unas cuatro horas, pero siempre se quedaba observándole dormir, soñar, descansar, hasta que se iba antes de que él pudiera despertar. No le parecía honesto, pero sí justo. En la misma cama que 25 años atrás se entregaron el uno al otro. Él con la misma oscuridad en su pelo, el mismo color caramelo de su piel, aunque en músculos más desarrollados, y ojos de un color que sólo poseía él. Ni verdes, ni azules, ni castaños. Una mezcla de éstos que recordaba al agua del estanque donde solía bañarse de pequeña. La calma y el brillo de aquellas aguas le transmitían paz. La misma paz que sintió al mirar a Marcos a los ojos por primera vez.


Ella en cambio no era la misma chica que él conoció, ni por dentro ni por fuera. Sin embargo, nunca dejó de amarla. Su pelo ya no era como la pimienta, sino más bien como la piel de una gitana. Sus ojos un día fueron de un color miel que endulzaba, y ahora simplemente no tenían color. Eran como musarañas. Totalmente apagados. Y su piel igual de pálida. Eso fue lo único que no cambió.
Al acariciarle el pelo mientras seguía profundamente dormido, se preguntaba riéndose al mismo tiempo quién les habría dicho que el futuro les depararía esta historia. Por un momento se sintió afortunada. Pero solo por un momento.
Vio que eran casi las 8 de la mañana y se apresuró a vestirse con cuidado, sin interrumpir el silencio que embalsamaba la habitación. No se molestó en maquillarse. En cuanto llegara a casa, rompería a llorar otra vez.




sábado, 17 de marzo de 2012

La chica de los puños cerrados. Capítulo 2.


-¿Qué va a pasar ahora, Marcos?-, preguntó Ágata temiendo la respuesta, mientras tapaba con las sábanas lo que él llevaba años viendo.


-Siempre haces la misma pregunta y al final nunca pasa nada. De hecho, siempre pasa lo mismo-. Su voz sonaba algo agotada. Pero podía verse en sus ojos vidriosos al contemplarla que no era culpa de ella. El pelo negro enmarañado de Marcos transportaba a Ágata al pasado, y eso apenas le agradaba.
-Pero esta vez va en serio-. Ella le devolvió la mirada, también vidriosa, además de acuosa.
-Estoy harto de oír eso. Siempre va en serio y nunca pasa nada.
-No te enfades.
-No me enfado. Tampoco serviría de nada. Duraría escasos minutos.- Apartó los ojos sobre ella para desviarlos hacia la lucha entre el cristal de la ventana y los golpes de la lluvia.
-Tienes todo el derecho del mundo a enfadarte durante más tiempo. Lo merezco.- El tono de su voz aportaba sinceridad, y ambos lo sabían.
-Desde luego que tengo derecho, pero no valor. Te quiero demasiado para permitirme el tener miedo a perderte si me enfado-. La lluvia seguía cayendo cual banda sonora.
-Ya me perdiste hace años. ¿Recuerdas?
-Pero tú sigues viniendo. ¿Recuerdas?- Volvió a clavarle la mirada esperando una respuesta más que obvia. Tan obvia que se hizo el silencio. Incluso la lluvia calló. -¿Qué excusa has dado a tu marido esta vez?-
-No he necesitado una excusa. La verdad es que últimamente no las necesito.
-No claro. Ahora tienes motivos para irte, lo cual es mejor para ti.- Le apartaba un mechón pegado a la cara por el llanto. Era más bonita cuando lloraba.


-¿Lo mejor para mí? En tal caso LO MEJOR PARA TI. No niegues que te ríes por dentro cada vez que te llamo, porque sabes que cuando lo hago es porque sufro. Por Trévor.- Se sentía demasiado ofendida para continuar compartiendo cama. Se levantó alborotada frente a él, sin sábana que la tapara.
-Sufres porque te encanta. No sacaré a relucir el tema del divorcio una vez más. Ya has demostrado que de ser así, terminaría todo esto. Y no es lo que quieres. ¿Me equivoco?
-¿El divorcio o seguir viéndote?- Ella sabía que ambas cosas eran lo mismo, pero había que ganar terreno. Se sentía acorralada. Se sentía así cuando la verdad le dolía y se metía de por medio, dejándola indefensa.
-¿Hay alguna diferencia?- Cogió uno de los cigarros de Ágata y lo encendió. La conversación se estaba poniendo interesante. Le gustaba verla así. Sin saber qué decir. Sin nada que le tapase.
-Ya sabes qué diferencia hay-. Mintió a la defensiva.
-Exacto. No la hay. Si te divorcias de Trévor, te separas de mí. Nunca lo entenderé, pero es así.
Silencio. Sábanas arrugadas. Cuatro paredes sordomudas. Lágrimas en el cristal. Penumbra. Y una noche muy larga. Pero el frío no cesaba.



sábado, 10 de marzo de 2012

La chica de los puños cerrados. Capítulo 1.


Entre tanta gente, no era más que alguien en su propio mundo, una cabecita pensante deambulando entre ideas que no eran suyas y conversaciones que flotaban en ese frío de enero que no sentía. Miradas desconocidas chocaban contra su piel sin penetrarle totalmente. No importaba cómo se sintiera, si las lágrimas se mezclaban con la lluvia en el suelo o si de repente se perdiera. Lo importante era que no molestara a la prisa de ningún otro.


Su Winston apagado ya no la saciaba, pero ella seguía fumando. Su perfecto maquillaje en realidad ya no lo era. Tan sólo el magenta de sus labios, con el sabor reseco de aquellos besos amargos y aquellas palabras que, sin pensarlas, decían lo que pensaba. La matarían si salían, pero de lo contrario la ahogarían.
Cuánta mentira vestida con sonrisas, se decía. Calles, plazas, callejones, subsuelos abarrotados con el abrigo de la falsedad. Vidas siguiendo un curso no deseado, a la sombra de los sueños que absolutamente nadie se obligó a alcanzar. Ágata la realista se llamaba a sí misma.
Aquel que la amaba pero ella no quería, la esperaba al amparo de su elegante paraguas, junto a la calle que llevaba su nombre. Así la habían bautizado entre ellos. No le preocupaba que la descarga de aquellas nubes sobre sus rizos castaños y su abrigo de piel de animal desconocido pudiera no gustarle. Sabía con la certeza que brinda los años que la desearía todavía más. Esa certeza que nunca pudo permitirse con quien ella amaba de verdad.
Él le cerró su abrigo calado hasta las costuras. Siempre protegiéndola. Incluso cuando no merecía tal protección. Ella se dejó, cómo no, aunque su escote empapado no le desagradaba lo más mínimo. Cogió su mano, Ágata se dejó llevar por las mismas calles de siempre, las que nunca olvidará, esas que cada día que termina llorando añora visitar. Ninguna de esas calles jamás les escuchó hablar. Si se les pudiera interrogar, nunca identificarían sus voces. Ni siquiera el portal verde, como el paso del tiempo, que en su día fue un azul intenso. Cada azulejo descolchado era un testigo menos, cada escalón se ensordecía a sí mismo con el crujir de la madera, y la puerta ya tenía bastante con abrirles el camino a la perdición. Pero aun perdidos, era la única forma de encontrarse. Ni bien ni mal. Encontrarse existiendo.
Con él existía, pero con su verdadero amor se moría. Y en realidad no llegaba a distinguir qué sería peor. ¿Una existencia llena de intentos? ¿Una muerte lenta llena de amor? Pero ya se había acostumbrado al día a día del dulce dolor y a las escapadas como ésta, en busca de una pizca de salvación y amor del verdaderamente falso.
Ágata lo miró una vez dentro de aquella acogedora habitación, y entonces se dio cuenta de que era enero. Y sentía frío. Más frío que la noche en que todo terminó.